18/12/20

La cuenta atrás del COVID-19

Adoro los datos. Sé que lo último que suele hacer alguien cuando quiere conocer una realidad es dirigirse a la fuente primigenia. Este mundo que habitamos ha convertido en costumbre que venga a contarte la realidad otro que no tiene ni idea de lo que está ocurriendo. Lo más triste no es que exista un sistema cuyo objetivo sea precisamente ese, lo realmente preocupante es que se acepte con suma normalidad. A este tipo de personas, a los que abrazan con gusto la ceguera voluntaria, me los imagino siempre llevando el coche a la peluquería en vez de al taller y pagando contentos un cambio de aceite. Ya puestos, si un periodista lleva nueve meses en constante contradicción diciéndole a su público cómo debe actuar ante una falsa pandemia, debería parecer menos importante arreglar el coche en un lugar donde lavan cabezas y se hacen permanentes. Por desgracia no conozco a nadie que tire de peluqueros como si fuesen mecánicos, seguro que de existir equilibrarían la balanza y no habría tantos que legitimasen a los medios de comunicación como espejos inequívocos de la realidad.


Con los datos me pasa lo mismo que con los mapas o las alturas, me embelesan. Me ayudan a entender el suelo por donde piso y como añadido me terminan sacando carcajadas cuando veo los telediarios. Lo bueno de la matemática es que contra ella es ridículo pelear, porque como mucho no te queda otra que empatarle, eso sí, mal y tarde. Llevarte bien con ella es como aceptar que siempre hay alguien que lo hace mejor que tú. No tiene nada de malo. No deja de ser como el amigo idílico que aunque te duela, siempre te dice las verdades a la cara. Una pena que los números fallen menos que las personas.

Tanta crítica a los medios de comunicación le podrá llevar a alguien a preguntarse si no soy yo otro más de esos, por mucho que me queje, que se plantan delante de la tele para verla o de los periódicos para leerlos, siendo a fin de cuentas ellos los únicos poderosos que copan el 99% del discurso oficial. Por muy underground que uno pretenda ser nadie acude a unos desertores militares que viven en las alcantarillas a modo de resistencia para enterarte de lo que va a pasar mañana. La diferencia no está en la fuente sino en el receptor, de ahí que en lugar de escuchar a los medios, yo me dedico a interpretarlos.

Veréis, desde la primera vez que se habló de la vacuna del COVID-19 los medios han construido un relato que ha terminado calando en la sociedad. En principio podrían parecer noticias porque sí, porque tocaban, pero responden a una cronología muy elaborada. Podríamos resumirla en tres puntos:

  1. Vender la vacuna como una salvación en la que grandes profesionales están trabajando en los lugares más recónditos del planeta.
  2. La nueva carrera espacial, el enfrentamiento entre laboratorios y el posicionamiento en los mercados. 
  3. Un recurso vital que será acaparado por los ricos, dejándote a ti como pobre al margen de los beneficios de la salvación.

Este guion normativo nos ha dejado un gracioso camino de miguitas de pan muy trabajado para estos tres puntos anteriores. Os dejo unas cuantas perlas.

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Llegado hasta aquí, ahora que al menos tienes la conciencia reciente de todo lo que está pasando, es hora de que te cuente la otra cara de estos tres puntos anteriores, es hora de que te muestre mi interpretación.

  1. En la vacuna están trabajando tres elegidos que sabían desde un principio que iban a trabajar. Todo lo demás es paja.
  2. No existe carrera espacial. Las principales farmacéuticas se habían repartido ya el pastel antes de que tú estuvieses confinado en tu casa. Son panaderos de pueblo reuniéndose para acordar un precio y un reparto que a todos ellos les beneficie.
  3. Los ricos siempre acceden al servicio que quieran, por eso son ricos. La élite no se va a vacunar, al igual que no han seguido las supuestas indicaciones sanitarias, se han reunido con normalidad, no han usado la mascarilla fuera de la prensa, se han ido de premios y restaurantes, su patrimonio no se ha visto dañado y han hecho solamente la falsa cuarentena cuando políticamente les ha resultado beneficiosa.
Esta interpretación atiende a un patrón de comportamiento militar que se viene reflejando desde el lenguaje utilizado en los inicios de la crisis del COVID-19 y que terminará de igual manera que finalizan todas las crisis armamentísticas, inventando una guerra. Cuando un Estado potente genera durante años miles de contratos con la industria armamentística le lleva a acumular recursos militares. Por reducirlo al absurdo digamos que acumula munición. Con el tiempo llegará un momento en que todos sus hangares y almacenes estén llenos de esa munición y viendo el excedente de recursos militares el mismo Gobierno debería parar los contratos con esa industria armamentística para dirigir esas partidas presupuestarias a mejorar otros campos de la sociedad, pausando con ello el multibillonario negocio que supone la compra de todo este material. Esto es como si la gallina de los huevos de oro dejase de ponerlos cuando ella misma viese que acumula más de cien. La solución pasa únicamente por gastar esa munición y así volver a tener la excusa para seguir la cadena de contratos armamentísticos. Es así como se inventan las guerras modernas. Dinero, contratos, excedentes, un Gobierno, un Señor de la Guerra y una excusa geopolítica, a veces más o menos argumentada. El excedente aunque resulte extraño, al igual que ocurre con la comida y la obesidad, suele ser foco de problemas.

En el tema del COVID-19 tenemos a todos esos actores representados. El Gobierno, la industria sanitaria, las farmacéuticas, los contratos, las subvenciones a las CCAA, etc. La única diferencia es que tienes que venderlo primero como una invasión, de ahí que sea el miedo el que genera la compra del recursos militar, del excedente de munición, de la vacuna. Un plan a punto de explotar. Otra cosa es que tú quieras que venga alguien a contarte otra historia.

Comencé el primer párrafo de esta entrada hablando de lo que me gustaban los datos y a ese preciso momento necesito volver ahora. Las vacunaciones se han llevado a cabo durante la historia de la humanidad porque la cifra de fallecidos en relación a esa enfermedad concreta se habían disparado de manera exponencial. Cuando hablamos de fallecidos hablamos de personas que al menos por una cuestión biológica no se encuentran en edad de fallecer. Es decir, el tifus, la rubeola, la poliomielitis, la fiebre amarilla, la tosferina, el tétanos, la hepatitis o el sarampión se han llevado por delante a infinidad de personas que se encontraban muy por debajo de la media de defunción en sus países y sobre todo donde en algunas zonas esas enfermedades aumentaron considerablemente la mortalidad infantil. Esto construye una relación directa entre vacunación y mortalidad juvenil. 

Los datos de este 2020, al menos en España, deberían ofrecernos unas cifras de mortalidad absolutas muy por encima de las de años anteriores, aunque en primer lugar deberíamos situarnos sobre estas cifras para tener al menos una idea conceptual, de lo que os dejo la siguiente tabla.




Sé que ahora más de uno podrá pensar que el confinamiento ha reducido esas cifras al eliminar la exposición en la calle de muchísimas personas, pero a ello debo contestar que para unas cifras cercanas a los 400.000 fallecidos al año, la suma o resta de la totalidad de los accidentes de tráfico o los accidentes laborales realmente no mueve molino alguno. Esa variabilidad producida por el confinamiento resulta totalmente despreciable y es algo que conocerías si anualmente le hubieses venido prestando atención a las causas de fallecimiento en España y en el mundo. Los problemas cardiovasculares, pulmonares o el cáncer, siguen siendo las principales causas de fallecimiento, muy por encima de la cifra más alta que haya podido recogerse por COVID-19 en cualquier país. Sería como comparar un balón de baloncesto con la cabeza de un alfiler. La diferencia como siempre es que todos los medios le cuentan lo grande que es esa cabeza de alfiler a una población que jamás le ha dedicado un segundo a relativizar dicha realidad y mostrar un mínimo de interés en conocer de qué muere la gente en su propio país.



Si le reconocemos al COVID-19 el carácter que le dan los medios debemos tratarla como una situación de excepcionalidad, de lo que se desprende que deberíamos obtener un promedio de fallecimientos similares a los años anteriores más la problemática de la crisis sanitaria del coronavirus. Más allá de contabilizar a final de año sobre 55.000 o 60.000 muertos sólo por COVID-19, debería mostrarnos unas cifras algo superiores a los 500.000 muertos en España durante el periodo de 2020. He aquí la cuenta atrás de la que antes os hablaba.



El INE ha venido recogiendo con normalidad estos datos, debido a que las partidas de defunción tienen un plazo legal para ser presentadas ante el Registro Civil. En España, al igual que en la mayoría de los países, solamente existe una estadística que no atiende a muestreo y que en realidad ha sido y será la primera minería de datos, el censo. El censo recoge la totalidad de los ciudadanos, al menos de aquellos que tienen un documento acreditativo de identidad y debe ser actualizado con la máxima precisión. Ahora es cuando podéis entender la carrera por vacunarnos a principios de año nuevo. Los datos recogidos a día de hoy ya nos serían muy válidos para conocer la auténtica realidad, no obstante y para respetar la totalidad del año 2020 hasta su último segundo, supongamos que el INE, iniciado ya el 2021, presentase dicha realidad antes de iniciarse el plan de vacunación. Esto nos presentaría dos escenarios distintos:

El primero de ellos sería el reconocimiento de que el COVID-19 habría sido una situación excepcional, lo que supondría una recogida de fallecidos alrededor de 60.000 muertos más que el promedio de los últimos años. Dando por hecho que no se puede contar un fallecido por dos causas, debería existir un margen de esos 60.000 fallecidos que no se hayan contabilizado entre otras causas, como fallos cardiovasculares, pulmonares o cáncer, debido a que son las causas principales de fallecimiento en España. Sumando además que la media de edad de los fallecidos supera los 85 años, no sería lógico pensar que esos fallecimientos se hayan restado de accidentes de tráfico o de accidentes laborales, debido a que resultan el groso de población que menos los sufre, en el primer caso porque no suelen tener gran importancia dentro de la seguridad vial y en segundo lugar porque ya no trabajan. De ocurrir así el planteamiento, al menos en datos objetivos, coincidiría con lo que nos han vendido todos los Gobiernos y a su vez los medios de comunicación. Otra idea que ahora no vamos de debatir sería el hecho de si han muerto de COVID-19 o si los han dejado morir con COVID-19. Más allá de que las medidas sanitarias hubiesen resultado positivas o proporcionadas, este escenario mostraría el COVID-19 como una situación de mortalidad excepcional. 

El segundo de estos escenarios recogería unas cifras objetivas de fallecimiento durante el 2020 correspondientes al promedio lógico de los años anteriores, lo que vendría a demostrar que la crisis del COVID-19 que hemos vivido no responden en cifras excepcionalidad alguna, sino que su impacto en la estadística solo habría venido a cambiar una causa por otra, cáncer por coronavirus, fallo cardiaco por coronavirus, o fallo pulmonar por coronavirus, entre otras. Es este escenario la idea del COVID-19 sería despreciable, puesto que los números absolutos mostrarían una realidad similar a la de años anteriores en los que no vivimos confinamiento alguno ni una potente crisis económica por las medidas que se han venido tomando. De ocurrir esto, de presentarse esta realidad momentos antes de un plan de vacunación, dejaría de tener sentido alguno la vacuna. Por lo tanto, ¿quién se vacunaría conociendo estos datos? Seguro que muchos menos de los que lo harían en un principio.








La cuenta atrás de esta farsa finalizará en el momento exacto en el que se muestren las cifras reales de fallecidos, de ahí las prisas de nuestro Gobierno por adelantar el plan de vacunación lo antes posible. Cuando llegue este momento no dudéis de que todo el mundo estará mirando para otro lado porque así lo hayan justamente programado. Puede ser la desaparición mediática de otra menor de edad, un terrible asesinato que nos deje a todos el alma helada, un nuevo Gran Hermano, o Ana Rosa Quintana empezando a calentar al pueblo hablando de la salida de Miguel Carcaño de la cárcel. Cualquier excusa será buena para que los tres locos de siempre estemos mirando las estadísticas mientras las colas se empiecen a formar en los centro de salud, eso sí, para seguir viviendo con mascarillas, para seguir manteniendo la distancia social y como no, para continuar dentro de una ruina económica sin precedentes.


La realidad pragmática de la vacuna no es otra que una verdad oficial indiscutible construida bajo el principio de autoridad la cual una vez distribuida entre la población no eliminaría ni la distancia social, ni el uso de la mascarilla, ni el cierre de los comercios. Es más, atendiendo a los datos oficiales en España con 48.777 fallecidos y 1.79 millones de contagiados, el COVID-19 vendría mostrando un porcentaje de mortalidad del 0.027%. A su vez el error que los medios nos venden de la vacuna es de un 5%. Teniendo en cuenta que gran parte de los síntomas del COVID-19 son similares a los de una gripe común y que la vacuna presenta una probabilidad de error 185 veces superior a la mortalidad de la propia enfermedad, la situación futura solamente genera más dudas que la actual. Lo que único que están administrando es confusión.



Hablar del ARN y de modificaciones genéticas no dejaría de ser en estos momentos una mera especulación, muy a tener en cuenta eso sí, pero especulación al fin y al cabo, entre otras cosas porque tengo las mismas posibilidades de conocer los componentes de la vacuna como de conocer si esos componentes me provocarán una mutación, es decir ninguna. Esto me recuerda a la única manera que tiene alguien de enterarse de su alergia a la picadura de una avispa, que no es otra que sufriendo en sus carnes la propia picadura. No sé vosotros, pero en mi caso cuando veo que toda una élite política se pone de acuerdo por primera vez para ofrecer una solución a un problema irreal que ellos mismos han inventado, a mí me da por dudar.

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