Hace ya algunos años, uno de ésos tantos historiadores que pueblan nuestros monumentos, durante una visita en la que no se presentó nadie más, se explayó en la explicación de cada una de las salas de un precioso palacio monasterial. Imagino que le contaría lo mismo a todo el mundo, pero vengo a hacerte esta apreciación porque de las tres veces que he hecho la misma visita, solo me dieron esa información en esta última ocasión. Puede que fuese un invento o puede que fuese otro de esos mitos que se repiten tanto en círculos tan cerrados que al final terminan escapándose por algún ventanal y ahora vengo yo a replicarte una mentira más como si fuese una verdad incontestable. El caso es que me da exactamente igual, porque sea como fuere, creérselo es fácil, ya que a día de hoy, siglos y siglos más tarde, no es que hagamos exactamente lo mismo, sino que venimos haciendo cosas peores.
Aquel guía nos quiso hacer saber que uno de los importantes privilegios de aquellos años era el de tener tu propio baño completo, es decir, tu bañera, tu lavabo y tu váter. Un váter que como tal, era desconocido ya no solo por el pueblo, sino por la importante clase pudiente, burguesa e incluso familias reales de otros territorios, que por aquel entonces solo unos pocos se conformaban con la llamada silla de los menesteres, un asiento común, de cuero, cortado sobre su base en forma circular debajo de la cual se colocaba una palangana para que el rey pudiese hacer sus necesidades.
Era la reina la que, con el fin de presumir ante otras mujeres, mantenía al parecer alguna que otra reunión en su propio cuarto de baño mientras hacia uso del sofisticado váter, preferiblemente aguas menores, para presumir ante otras familias de lo más novedoso y preciado que ella tenía y el resto no podía permitirse. Las invitadas, regocijadas por sentirse únicas habiendo sido invitadas a los aposentos de la reina, terminaban entrando en lo más íntimo, viéndose sorprendidas al terminar aguantando verla orinar, lanzando ventosidades o directamente cagando. Nadie era capaz de presentar queja alguna. Solo sorpresa y admiración, mientras la reina actuaba con suma naturalidad, como si no estuviese planificado, como si ella toda la vida de Dios se hubiese criado con un váter tal cual lo conocemos hoy. Si habéis leído esta historia por primera vez puede que a algunos os sorprenda, pero hoy utilizando este ejemplo histórico, vengo a contaros que no hemos cambiado absolutamente nada.
Cuando todo el mundo empezó a tener un váter en su casa dejó de cobrar sentido que invitaras a alguien para verte cagar, pero antes de eso al igual que bastante después, no todo el mundo tenía una buena vajilla para comer. La gente comía, evidentemente. De la olla, de un jarrillo, de una vasija de barro o un plato de lata, pero cuando la cerámica de alto postín se democratizó, toda mujer, de la misma manera que la reina te invitaba a verla mear, empezó a invitar a sus amigos a sus salones en los que colocaban la mejor vajilla en unos muebles para que estuviesen a la vista de todos. Una vajilla que no era de diario, pero había que lucirla. Como ese salón diseñado especialmente para las visitas, mientras toda la familia hacia vida diaria en una salita más acogedora, con peores sillones, peor sofá y una televisión más pequeña, dejando el espacio rey del hogar sumido a los intereses del qué dirán.
Con el paso de las décadas las vajillas dejaron de importar y entre IKEA y el espacio de menaje de Carrefour cualquiera tenía una juego de platos de diario bastante bonitos por muy poco dinero. Así que con el paso del tiempo las vajillas empezaron a desaparecer de los muebles de los salones y los salones, de una vez por todas, empezaron a ser conquistados por las propias familias que los habitaban. Esto ocurrió cuando por fin a las mujeres les pareció más cómodo quedar a tomar café en una cafetería en la calle que invitar a sus amigas a casa para presumir indirectamente de un juego de tazas de café de La Cartuja, precisamente porque ya no tenían de nada de lo que presumir.
En un mundo en el que todos hacen sus necesidades en un váter común, ya no importa sobre qué plato comes, ni en qué taza te tomas el café, la gente empezó a presumir de lo que no tenía. Por que ya no tenían vivienda en propiedad, ni salones para las visitas, ni habitaciones de invitados, ni dejaban en el cuarto de baño esas toallas bordadas con sus iniciales que no sirven para secar porque solo están de adorno. En este preciso mundo, la gente siguió comportándose igual, igual que aquella reina en su palacio, sentada en su váter, conversando con otra mujer como si nada, mientras meaba con su ropa interior tirante entre sus tobillos y su invitada se veía ojiplática delante del propio espejo de la reina a la misma vez que pensaba aquello de ojalá poder tener esa misma vida.
Si has pillado el concepto se te estarán viniendo a la cabeza un sin fin de personas que viven a día de hoy en ese mismo cuarto de baño. Tanto en el váter, pintando de normalidad la exposición de sus propias mierda como a su lado, en el taburete, sonriendo abrazado a un falso respeto que nadie entiende. "Ojalá pudiera tener yo esta vida".- pensaban algunas de sus invitadas. Esta vida de mierda. Y así nos va.