3/11/23

Más allá del patinete eléctrico

En mi época, sin tan siquiera profundizar en qué época era realmente, cualquier joven con un mínimo de ganas de comerse el mundo deseaba tener un coche. Otros posiblemente querían con anterioridad una moto. De hecho siempre he pensado que todo los que fueron muy amigos de la bicicleta durante la adolescencia formaron siempre parte del club de los primeros ciclomotores. Sea como fuere, cualquier chaval con un mínimo de dignidad y prospección futura se veía conduciendo. El coche siempre fue un símbolo de libertad, una articulación de tu propio hogar, una especie de armario personal aparcado en mitad de la calle.

A la salida de cualquier instituto siempre solía aparecer ese antiguo compañero algún que otro año mayor que ya había entrado en la universidad. Venía únicamente para dejarse ver ante todos aquellos con los que en su día compartió escuela. Para dejarse ver en su coche. Conduciendo. Y a ser posible para acercar a una chavalita a su casa y hacer un win-win de manual. En ese momento, prácticamente la totalidad de esos chavales querían ser el conductor, por muy capullo que hubiese podido ser durante sus años de instituto. Cualquier hombre paseando en su coche era un ejemplo a seguir. Era lo que a todo chaval aspiraba. Era el primer pasaje a la libertad.

La motivación de poseer un coche llevaba más cosas implícitas que el propio coche. Un coche cuesta dinero, incluso de segunda, tercera o cuarta mano. Un coche conlleva un papeleo, un certificado de propiedad. Un coche conlleva un mantenimiento, que si el aceite, los filtros, los neumáticos y demás repuestos. Un coche conlleva un seguro. Y por encima de todo, un coche arrastra la necesidad imperiosa de echarle gasolina. A fin de cuentas un coche era la gran primera responsabilidad de todo aquel joven que aspiraba a ello. Quien quisiera un coche, por norma general y en todo barrio obrero, tenía que trabajárselo. Y sobre todo, tenía que seguir trabajándoselo en la graciosa paradoja a veces demasiado exagerada de trabajar para mantener el coche y a su vez necesitar el coche para ir a trabajar. Una vez pasabas esa fase solo te quedaba tirar adelante.

Si os coincide algunos a la salida en la puerta de algún instituto, los únicos coches que vais a ver son los de los padres queriendo aparcar dentro del aula para recoger a sus hijos, no vaya a ser que se mojen con dos gotas de lluvia y terminen encogiendo. Ya no hay chavales dándose una vuelta con su Ibiza destartalado. Ya nadie hace un win-win de manual. Ahora los chavales se mueven en patinete. Que no tiene mantenimiento como tal. Ni necesita un certificado de propiedad. Ni se sacan ningún seguro. Ni hay que echarle gasolina. Y si pueden lo enchufan en un McDonald's.

Con el patinete me ha pasado algo asimilar como con los auriculares. El patinete de toda la vida, el infantil, quedó relegado bajo pena de vergüenza social tras el lanzamiento del monopatín, de la misma manera que los auriculares de diadema desaparecieron tras la puesta en el mercado de los integrados. Tuvo que venir una marca y sacarlos al precio más caro del mercado para volver a ponerlos en valor. Lo peor de todo, es que algunos patinetes eléctricos cuestan más que una moto. Pero no exigen nada más. Solo un pago. Uno buenos Reyes Magos.

Podéis pensar que no existe relación alguna, pero la propiedad privada es lo que genera la necesidad de salir adelante. El coche ha sido siempre la primera llave a la prosperidad y los que dictan el futuro de la sociedad lo sabían. Quien no tiene nada, nada tiene que perder. Denle un Monster, un Xiaomi Redmi y una suscripción a Netflix y miren las puertas que abren las llaves de la mendicidad mental.

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