30/7/23

Una historia que pensaba que no iba a contar jamás

Corrían los años 90, la mejor época de una España desnutrida de complejos, reluciente, donde el humor no tenía limites y las libertades respondían verdaderamente a su significado. En mi grupo de colegas del barrio había un chaval que una vez cumplió la veintena, con su desarrollo, su estirón y el cambio a facciones más angulosas, se empezó a parecer demasiado a un personaje muy influyente de aquellos entonces. De hecho en los círculos más íntimos perdió su nombre, su identidad y pasó a llamarse como aquel famoso al que le añadíamos el sufijo "dos". De esta manera, Millándos, Sardádos o Hermidados, dejó de ser él, para socialmente llevar a sus espaldas el nombre de otro. El parecido era realmente acojonante. A él, por darle forma y figura a la historia, le llamaremos Miguel, su nombre verdadero.

Miguel era un tío apuesto, correcto, que atendía a los cánones establecidos. Con facilidad para los idiomas y muy poca vergüenza presumía de haberse follado a todas las nacionalidades representadas en los pabellones de aquella maravillosa Expo'92. Se pegó un verano fabuloso, en su casa, saliendo todas las noches a la espera de que alguna guiri con ganas de pasarlo bien le sacara a bailar y se dejase agarrar por la cintura, momento tras el cual decía saber que ya todo estaba hecho. Fue allí, justamente en el Kangaroo Pub, donde se le acercó un hombre con acento catalán y le dijo que era igualito que aquel famoso. Tras algún que otro rato de charlas intermitentes interrumpidas por las copas, la música y las mujeres, aquel catalán le dio una tarjeta y le dijo que estaría quince días en Sevilla, que le llamara para ofrecerle un buen trabajo. Y Miguel, como no, a las puertas de terminar su licenciatura en Historia y con más hambre que un águila con vértigo, llamó al día siguiente. Le atendió una tal Susana, una mujer a la que yo personalmente vi una vez meses más tarde y nunca me dio la imagen de que se llamase precisamente Susana. Ya se hacen una idea. Imagino que era cosa de mis locuras.


Con el pasó del tiempo, de bastante poco tiempo, Miguel me contó la experiencia. Tan poco tiempo como que con su primer sueldo, cobrado dos días después de aquella juerga en la Expo'92, nos invitó a unos serranitos. Un detallazo digno de un tío como él. Le citaron en un apartamento en el centro de la ciudad, del cual conozco la calle, porque estuve allí una vez, meses después, cuando le vi la cara a aquella Susana. Recuerdo la calle pero no la diré, porque tras idas y venidas, sigue siendo el local de la misma empresa, muy a pesar de que esa empresa la haya comprado otra empresa y esta última empresa fuese absorbida por otro grupo empresarial más grande. El caso es que no sé si esa Susana sigue trabajando allí, lo que sí sé es que con otra ropa distinta, siguen siendo los mismos.

Os detallaré un poco más el contexto, un escenario en el que diariamente las nuevas cadenas de televisión privadas pugnaban por ganar una audiencia que les reportaba diariamente millones de pesetas. No había Internet, ni plataformas de streaming y la radio había dejado de escucharse a la hora de cenar. Solamente existía la televisión. Concretamente una televisión. La del salón. La familiar. Y en ese contexto es donde Miguel entró en aquellas oficinas, únicamente por parecerse muchísimo a un famoso.

Miguel siempre me contó que a día de hoy no volvería hacerlo, pero que era otra época y la necesidad económica era la que era. Le dijeron que eran una productora televisiva y que iban a iniciar un gran proyecto que se emitiría en una cadena nacional. Así que le preguntaron si quería acceder a una prueba de cámara, una especie de casting por el que le pagarían directamente 20.000 ptas. Miguel, como no, aceptó.

Le trajeron un gran perchero con ruedas y le hicieron varias cambios de vestuario. Le pusieron gafas, pelucas, sombreros, bañadores, elegantes trajes y hasta le vistieron de mujer. Cuando terminaba de vestirse lo sentaban en un taburete y le hacían todo tipo de preguntas con la excusa de romper el hielo, mientras le pedían que cantase algo, que bailase, que se inventase un truco de magia con una baraja de cartas o que resolviese algo que él hasta entonces no había visto jamás, un cubo de Rubik. Y así Miguel echó media mañana, le pusieron un contrato por delante del que le dijeron que harían llegar una copia que nunca llegó, lo firmó y le dieron sus 20.000 pesetas iniciales, bajo la promesa de que cada mes cobraría otras 80.000 pesetas.


Con los años, como lo recuerda ahora, le pareció aquello bastante siniestro, pero como ya os he dicho, eran otros tiempos en los que las sensibilidades y los egos estaban más trabajados y curtidos que los actuales. De todo aquello a Miguel solo le incomodaron unas cuantas preguntas íntimas, de esas que decían que servían para romper el hielo, que no tenían importancia alguna, para ver cómo actuaba delante de la cámara, sobre si había tenido alguna vez relaciones sexuales dentro de un vehículo, si le gustaban las chicas jóvenes, o sobre si había besado a un amigo. También le hicieron algunas preguntas sobre política pero tampoco recuerda muy bien lo que contestó, una sobre el derecho al voto de las mujeres y otra sobre la Iglesia. A él le dijeron que el programa iba a ser de humor, concretamente de bromas y que estaban buscando dobles de famosos, de presentadores, cantantes, toreros y futbolistas. Que no buscaban imitadores, solamente querían una apariencia física similar. 

Y de ahí salió Miguel con sus 20.000 pesetas, siendo la última vez que vio a ese catalán, del que siempre dijo que le notaba el acento muy forzado. Estuvo tres meses volviendo a aquellas oficinas a cobrar en un sobre las 80.000 pesetas. Fue solo tres veces más, a la segunda le acompañé. A la tercera Susana le dijo que no hacía falta que fuese más allí, que le diera un número de cuenta y que se lo ingresarían. Miguel estuvo cobrando más de un año 80.000 pesetas mensuales. Pasado ese tiempo dejaron de ingresarle el dinero. Miguel nunca volvió a las oficinas, ni preguntó nada a nadie. Nadie se puso en contacto con él. Nunca se emitió ningún programa similar. Nunca vio ninguna imagen suya de aquel casting.

Hoy, en bañador, alopécico, gordo como Jesús Gil, calvo y medio reventado por una minusvalía, Miguel ya no se parece a ningún famoso. De hecho Miguel ya no se parece a nadie que no sea Miguel, pero sobre todo a quien no se parece es a quien se parecía en su momento.

Ahora lo ves de otra forma. Ahora uno intenta visualizar en su cabeza esas imágenes de alguien que se parecía mucho a un famoso y del que además le hicieron parecerse más con la ayuda de una peluca, un elegante traje y unas gafas. Un desconocido disfrazado al que le pusieron en bañador, le travistieron y le grabaron afirmando que le gustaban las chicas jóvenes, entre otras grandes lindezas. Si piensas en todo ello descontextualizado y le añades la calidad de imagen de una cámara del año 92 que grababa en VHS, no sabría decirte si yo mismo sería capaz de diferenciar a Miguel de aquel famoso.

Por esto y por tantas otras cosas me cuesta tanto tragarme algunas verdades oficiales, por culpa de haber conocido tan de cerca la trastienda de la realidad. Incluso por vivir en ella. Y porque conocí a Susana, le vi la cara, y no dudé ni un segundo en que ella precisamente no se llamaba Susana.
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