Durante décadas, el cambio de hora fue una ceremonia cíclica tan absurda como incuestionable. Dos veces al año adelantábamos o atrasábamos el reloj convencidos de estar participando en un gran pacto colectivo por el ahorro energético. Lo decían los telediarios, lo repetían los ministros, lo confirmaban los expertos, y lo interiorizábamos como una liturgia más del progreso. Cambiar la hora era un gesto de obediencia climática, un pequeño sacrificio simbólico por el bien común. Nadie pedía pruebas, bastaba con la convicción de que algo se ahorraba. Bastaba con creer. Era sólo cuestión de fe.
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Ahora, el propio Gobierno anuncia que todo aquello carecía de sentido, que el ahorro era mínimo o inexistente y que la misma medida que nos convertía en buenos ciudadanos debería desactivarse. Para el gran pueblo todo será una excusa para tener de qué hablar en el ascensor con el vecino, pero para unos pocos se abre una grieta, la misma que deja a la vista que durante años vivimos dentro de un relato sin sustancia, una ficción técnica sostenida por la inercia y el consenso. El cambio de hora era, más que una herramienta, una fábula sobre la eficiencia. Un simulacro de responsabilidad que servía para hacernos sentir útiles en un sistema donde cada gesto cotidiano es presentado como una contribución al bienestar global. Una manera de hacerte para de un todo al que nadie te preguntó si querías pertenecer.
Detrás de esa fábula, sin embargo, se desplegaba otro relato más profundo, el de la gestión del comportamiento colectivo. Porque el reloj no sólo mide el tiempo, también lo administra. Modificarlo es jugar con la percepción del orden. Cada cambio horario reajustaba, sin que lo notáramos, nuestras rutinas, nuestros cuerpos, nuestros ritmos biológicos. Era una manera invisible de recordarnos que incluso el sol puede adaptarse a las necesidades del sistema. Y cuando ese sistema decide ahora suspender el juego, lo hace no por una revelación científica, sino porque el argumento se ha agotado.
Mientras tanto, la realidad que nos rodea se vuelve más oscura —no por falta de luz, sino por exceso de sombras. Los indicadores de criminalidad crecen, las calles se vacían antes, la sensación de inseguridad se expande como una niebla moral. Millones de trabajadores salían de su casa a oscuras de la misma manera en la que volvían. El sol se terminaba así convirtiendo en el privilegio de unos cuantos. Los barrios oscurecían a la hora de la merienda y las familias abandonaban antes sus calles. Eso ha sido siempre nuestro invierno desde que algunos decidieron jugar a cambiarnos la hora. A cambiarnos las rutinas. A fin y al cabo, a cambiarnos la vida.
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Cohen y Felson, dos importantes autores dentro del mundo de la Criminología desarrollaron la teoría de la Prevención Situacional del Delito. Sin profundizar mucho en ella ya explicaron como la estructura del espacio y del tiempo moldea la oportunidad del delito. Una de las claras conclusiones es que la oscuridad amplía los márgenes del riesgo, las sensaciones subjetivas de inseguridad y sobre todo, la genera miedo. Y esto el Gobierno lo sabe.
Hasta entonces, aunque te cueste creerlo, han terminado por contribuir a eliminar las variables honradas que ocupaban del medio público, es decir, han terminado por meter a la gente normal en sus casas y a reducir los ocios sanos de convivencia vecinal entre las 18:00 y las 21:00. Unas calles sin familias son un terreno a conquistar, un huerto virgen a la espera de sembrar delincuencia.
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España durante sus últimos años ha ido aumentando sus niveles delictivos, aunque muchos te quieran contar que los índices de criminalidad van a la baja. Esto ocurre por la manipulación del propio índice como sistema de representación, donde hay que tener en cuenta el aumento de población anual para representar las cifras entre 100.000 habitantes. Por ejemplo, a más inmigración ilegal censada, nos bastaría con que solo un 45% de los representados cometiesen un sólo delito para que el índice continuase bajando, ya que la población aumentaría más en relación a los delitos, por lo que el índice bajaría, aunque anualmente tú tuvieses más oportunidades de ser víctima de un robo, una puñalada o una violación.
Todo esto que estoy contando es lo que como constructo se entiende como delincuencia tolerable. Todas las civilizaciones la vivieron. Todos los países. Y sobre todo, todos los barrios. La delincuencia tolerable es sectorizable. Incluso sin llegar a ser delictiva también lo es como propia desviación social. Por ejemplo, no es lo mismo fumarse un porro en la puerta de la catedral de tu ciudad que fumar en papel de plata en los soportales de tu barrio marginal favorito. De la misma manera que no es lo mismo hacer una hoguera en Las 3000 Viviendas para calentarte en un bidón que en la Cava Baja de Madrid.
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España vive un momento en que sus propios niveles de delincuencia, corrupción y desconfianza institucional han superado el umbral de lo tolerable. Y, sin embargo, seguimos entretenidos en debates de superficie, discutiendo sobre la luz, el horario o los relojes, como si ajustar las manecillas pudiera enderezar la deriva moral. Tal vez sea más fácil hablar del tiempo que del deterioro. Tal vez sea más cómodo culpar al cambio horario que mirar de frente la oscuridad social que se instala cada día un poco antes. Cada sociedad tolera sus niveles. Y sobre todo cada sociedad se autorregula.
Paco, el mecánico, entiende que este año le han entrado dos veces en el taller para robarle herramientas. Entiende que tras el primer robo pudo comprobar que sus medidas de seguridad eran bajas. De hecho, Paco, se gastó un buen dinero en actualizarlo todo. Paco, se sorprendió cuando volvieron a entrarle a los seis meses. Pudo aportar las imágenes con las cámaras que compró y eso le va a ayudar a conseguir alguna condena porque los ladrones iban a cara descubierta, aunque nunca va a encontrar sus herramientas. Lo que Paco ya no logra entender, ni tolerar, es que le vuelvan a entrar en el próximo año una vez más. Y se acordará de ello el día que vaya a votar.
El fin del cambio de hora no es una corrección técnica, sino el cierre de un ciclo narrativo donde la seguridad nacional ha empezar a ser más importante que el falso ahorro convertido en doctrina. Una vez desvelado el truco, queda a la vista la maquinaria que sostenía un sistema experto en fabricar relatos que tranquilicen mientras todo se va descomponiendo en nuestras narices.
El reloj ya no marca las horas, marca el miedo. Los barrios más humildes han sido conquistados. La delincuencia se ha normalizado. Y la tolerancia terminará explotando, desbordándose como una nueva DANA a la que a todos les va a pillar mirando para otro lado, pero de la que todos sabrán a quién culpa. Y eso el Gobierno lo sabe.