15/4/23

Doña Juana

Nunca perdonó un desayuno, ni con dolor de estómago, aunque fuese un mendrugo seco. Fue lo único que pudo prometerse tras la guerra y lo único que diariamente sabía que podría cumplir, porque en su casa al menos para pan siempre hubo. Ella, Doña Juana, era de tostá y cafelito, mantequilla a ser posible y de poder elegir, pan de ayer, que como decía, las carnes recias siempre mejoraban al calor de una copa de cisco. Pensaba que el mejor momento del día era justo ése, el desayuno, porque todavía a nadie le había dado tiempo de hacerle llegar ni una mala noticia. La calle le gustaba lo justo, lo mínimo para sobrevivir y creía que lo mejor de salir era sin duda volver a entrar, a ser posible con una bolsa llena de judías verdes para pegarse el resto de mañana abriendo vainas en su sillita de enea.

Marido al menos de manera formal no tuvo jamás, pero si un hombre a su lado lo suficientemente idealista como para discutir con el cura del pueblo, eso sí, siempre en la tasca, no fuera a ser que le diera urticaria eso de entrar en la iglesia. Una mañana caliente, los de un barrio limítrofe se presentaron en el altar con la idea de quemar a la virgen. Tenían a la suya en su barrio, pero se ve que aquella no les valía. Al cura aquel fuego le pilló lo suficientemente dentro como para no volverlo a ver jamás. Sus restos se abandonaron en el jardín trasero que tenía la parroquia, al desprecio de quien apila muebles viejos a la espera de que se los lleve el primero que pase.

Norberto, el no marido de Juana, era camionero y estraperlista, ganando bastante más de lo segundo que de lo primero. Todo esto le pilló a doscientos kilómetros del pueblo, en Cáceres, cargando cerezas, pero muchos le culparon por haber sido el que siempre discutía con el cura, a pesar de que también era el único capaz de decirle las cosas a la cara. Juana siempre dijo que eso no fue cosa ni de la guerra ni de Franco, que quien mató al único hombre con el hablaba fuera de su casa fue la envidia. Desde entonces Doña Juana pasó a ser durante unas primeras semanas la mujer del pirómano, para una vez enfriados los malos rumores, ser simplemente la mujer del rojo. Curioso más si cabe, cuando Norberto rojo fue nunca, ni mucho menos marido de Juana. Se ve que siempre fuimos de escribir la historia mal y a conciencia.

Con dos hijos, una hembra y varón, como se decía antiguamente, Doña Juana tuvo que vérselas venir como un soldado atrincherado en el frente. Recogía algodón lo suficiente como para tener las manos hinchadas y con la fuerza que le quedaba y unas gafas que le hacían sentir el paso de los años arreglaba los vestidos a todas las señoras de los barrios altos. Cuando Angustias fue a recogerle un traje para una boda, algo tuvo que notarle y le hizo saber que donde su hija trabajaba, enfermera en el hospital de referencia de la zona, estaban empezando a dar quinientas pesetas por donar sangre. Ella ni preguntó para qué servía eso de dar sangre, pero lo de las quinientas calas de la época le cuadraron lo suficiente. Terminó de tomar los datos necesarios y siguió a lo suyo. "Pues el lunes me acerco".- se dijo a sí misma.

Aquella mañana no se levantó antes que de costumbre, porque entre esas cosas para hacerlo tendría directamente que no haber dormido. Despertó a sus hijos que ya eran lo suficiente mayores para cuidarse mutuamente e ir andando a la escuela. Desayunó su tostá, su cafelito y se fue andando con una bolsa de fieltro debajo del brazo. Cuando llegó al mostrador, destrozada y sonriente, le tomaron los datos, esperó su tiempo, le sacaron sangre y ganó sus quinientas pesetas. Ni había salido del hospital y ya abrió su cestillo como para ir anunciándole al mercado que allá que iba ella.

Esta historia empecé a escribirla hace más de dos años, pero no la publiqué jamás porque en mi interior siempre entendí que el final estaba inconcluso. Hace un mes coincidí con el nieto de Doña Juana, un hombre tan desagradable que durante treinta años siempre me suscitó la duda verano tras verano de si se llamaba Eduardo o Eugenio. Fui incapaz de quedarme con su nombre, seguramente porque toda mi concentración se posaba en intentar entender porqué se dejaba excesivamente larga la uña del dedo meñique de su maño derecha. Lo vi en el hospital. Ayer me enteré que falleció.

Hablamos poco, pero claro, está feo no mirarse a la cara cuando te das de bruces con un conocido en plena planta de oncología. Me dijo que estaba regularcillo, y eso en Andalucía significa estar bastante peor que estar malo. No sé porqué, imagino que porque hablar del tiempo era demasiado ridículo en ese tipo de situaciones, pero empezó a recordar cosas de su abuelo Norberto, su idealismo y según él, sus fuertes convicciones. Me dijo que murió con las botas puestas, sin cambiar sus principios y yo me hice el loco pensando que fue así, ya que tampoco era el momento ni el lugar para contradecirle nada.

Una tía abuela hermana de esa familia me hizo llegar desde mi más tierna infancia la realidad de esta historia. Nadie, salvo ella, conoció lo que escondía la imagen social de Norberto y Juana. Lo que nunca supo Eugenio, o Eduardo, es que el ateo dedicó sus últimas fuerzas en vida a pedir la extremaunción de un cura, por si las moscas, pero de Juana no me dijo nada, como si no hubiese existido jamás. De todo aquello lo que nunca dejará de sorprenderme es que Doña Juana fuese precisamente eso, doña, aun siendo pobre, recogiendo algodón y cosiendo para otras clases sociales más elevadas. Doña, aun teniéndose que dejar, literalmente, la sangre por su familia.
14.21 © , Contenido Original