19/4/24

Cualquiera con dos dedos de frente prefiere morir de tuberculosis antes que de COVID-19

Vengo arrastrando un dolor de garganta de esos que empiezas a pensar que de echar sangre por la boca sería una tuberculosis. La tuberculosis siempre me ha parecido una enfermedad romántica, digna de la muerte de cualquier poeta que se precie del siglo XIX. Morir de tuberculosis te da empaque. Si ya antes de la enfermedad eras alguien te pone el broche y de no ser nadie da que hablar. Hasta las enfermedades han perdido estilo. Cualquiera con dos dedos de frente hubiese preferido morir de tuberculosis antes que morir de COVID-19. Morir de COVID-19 es como el último escalafón más mundano de todas las muertes, sobre todo porque nadie va a saber jamás de qué moriste realmente. Lo mismo te mataron entubándote, lo mismo te mató el ibuprofeno, que lo mismo te sedaron porque así lo decidió un protocolo. La tuberculosis al menos siempre fue tuberculosis y te miraba a la cara, como en uno de esos duelos del lejano oeste en que dos vaqueros daban diez pasos en sentidos opuestos para luego girarse y tirotearse con una Colt 45. El día que se prohibieron los duelos, los hombres dejaron de ser hombres. Uno debe tener el derecho de querer jugarse su vida por honor. Y nadie te negará que es más digno morir en la arena que encerrado en un asilo, a tres meses de que los medios te recomienden acoger a una familia de ucranianos en tu casa.


Es complicado querer llegar a plantearse de manera seria como para cruzar un país de manera legal te pedían una PCR y doscientos controles burocráticos, pero los mismos que apoyaban esas medidas iban corriendo a chuparle los codos a todos los inmigrantes ilegales que llegaban a las costas de España. Se ve que al igual que el árabe nunca fue moro, ahora el moro nunca tuvo COVID-19. Ni el ucraniano. Y así pasamos de sentar a tu abuelo en la esquina del salón para celebrar la Navidad, a abrirles las puertas a toda una supuesta generación de jóvenes que venían huyendo de una guerra, que en principio no fue guerra, y que para cuando ya lo fuera ya venía dando todo bastante igual. Total, ya no había COVID-19, la viruela del mono nadie se la creyó y los mosquitos de Doñana dejan más ronchas en los tobillos que el virus del Nilo. Así que vuelta a empezar otra vez.

Ahora lo único que les queda es que te digan que acojas a un palestino en tu casa y que cuando entre en el cuarto de tu hijo para compartir una nueva litera que le acabas de comprar en IKEA, le intentes explicar qué significa esa bandera que tiene muchos colores y que representa la diversidad sexual. O mejor, que apadrines a un judío de esos que llevan siendo expulsados de países desde el antiguo Egipto cuya historia estará siempre vertebrada por el conflicto con el vecino, ya sean cristianos, musulmanes o hindúes. Lo importante de todo esto es que la globalización te ayuda a entender el mundo de una perspectiva más extensa y en vez de comenzar por creer la primera premisa de que en Marruecos no había COVID-19, o que en Ucrania tampoco, donde realmente dejó de haber COVID-19 fue en la televisión. Y ahora, llegados a este punto, es cuando empiezas a verlo todo más claro.

Si todavía tienes ganas e interés de seguir entendiendo el mundo desde otra perspectiva, te dejo por aquí una ventana de oportunidad. Tú ya decides si lo que quieres es abrirla o tirarte al vacío por ella. Aunque tampoco me hagas mucho caso. Será el té con jengibre que me estoy tomando para el dolor de garganta, otro gran micromariconismo, recomendación de un amigo de Internet.

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