En este noble rincón siempre ha interesado el misterio tanto como una media de chipi plancha, que ya es decir. Llevo tiempo sin poder dedicarle la atención necesaria a esta bitácora, pero hoy me apetece volver abriéndome con todos mis amigos de Internet, fieles lectores de una publicación que ya se va haciendo veterana en esto de la red, para contarles aquella vez que terminé por casualidades de la vida en la consulta de quien posiblemente haya sido la médium más reconocida de todo el panorama nacional, colaboradora de Iker Jiménez, tristemente ya fallecida en el año 2022, Paloma Navarrete.
Era una tarde cualquiera, una de esas tardes tan normales que nadie la recordaría por nada en especial. Las mismas tardes anodinas que te aconsejo que utilices como trampolín para llevar a cabo el inicio de cualquier historia que creas que siempre estés posponiendo. No hay mejor excusa que una de esas tardes para terminar construyendo algo interesante. Y así es como yo, hombre empírico donde los haya, me vi haciendo tiempo aparcado en los aledaños de un piso muy cercano a la M-30, a la espera de tocar el telefonillo indicado a la hora justa. Ni un minuto antes, ni un minuto después.
Cuando quiero introducirme en algún tipo de ambiente cultural novedoso lo hago con el respeto y la humildad de un niño chico bien educado. Me da igual que sea presentándome en un concierto de hip-hop por primera vez, en mitad de un descampado donde están practicando dogging o, como en este caso, para verme cara a cara con una tarotista a la que no iba a hacerle ninguna pregunta, porque ya conseguí entender todo aquello que viví, y tan solo iba a entregarme a la experiencia, sin gesticular, impertérrito, para evitar darle cualquier pista sobre la vida de alguien a quien no conocía de nada.
Me vestí lo suficientemente gris como para ser yo sin serlo. Me peiné y me acicalé como lo haría tu quiosquero, tu vecino al que solo le saludas, o ese hombre de la oficina que está ahí pero que no sabes ni a qué departamento pertenece. De hecho aparqué en un ángulo lo suficientemente escondido como para que nadie desde el frontal del edificio pudiese ver la marca y el modelo de mi coche. Me lo tomé como un trabajo de investigación del que quería eliminar cualquier tipo de sesgo. No pretendía buscar el fallo, ni el error. Detesto a todos los imbéciles que buscan joderle al mago el truco porque son tan tristes que disfrutan más de no tener ilusión por nada. De hecho iba convencido de que no había ni truco. Por eso mismo fui a disfrutar. Eso sí, a mi manera.
Adopté una posición correcta, casi formal. Una mirada suave que acompañaba su actitud con la naturalidad digna de alguien que ha ido a ver a su abuela, pero que al llegar a la casa se ha encontrado una visita con la que no tampoco quiere profundizar mucho. La misma actitud que podría tener un cualquiera con ningún interés en desvelar qué tipo de cualquiera era. Y tras un cordial saludo ella empezó a hablar, sin que yo dijera nada.
Paloma empezó a hablar. Me miraba a los ojos. Me contaba cosas mientras acariciaba una baraja. Y me empezó a hablar de mi vida sin que yo le adelantase ningún paso. A veces se paraba, me miraba más profundamente y me preguntaba algo, algo a lo que yo intentaba no hacerle mucho caso, por no darle pistas. Cuando me acorralaba con una pregunta más directa de la que ahora sí que esperaba una respuesta, me limitaba a responderle monosilábicamente con un sí o un no, integrándome en su relato, siendo sincero, pero desde la frialdad de un científico, entregado a la causa, sin vacilar, sin poner zancadillas, sin buscar nada a cambio. Tan solo a la espera de los acontecimientos.
A los pocos minutos me dijo lo suficiente como para saber que algo había visto. Fueron cosas concretas. Demasiado concretas. No ninguna figura abierta al estilo de Nostramadus. Piensa que cualquiera con mil años de diferencia es capaz de acertar acontecimientos con explicaciones metafóricas, pero es más complicado que te digan “ten cuidado con tu tío el bajito” cuando hace una semana que quiso volar su casa con una bombona de butano, por poneros un ejemplo. Así que dándole por aprobado ese primer examen, me dijo que le podría preguntar lo que quisiera.
Empezó a hablarme, ahora sí, del futuro, dando datos demasiados concretos y dejándome muy claro que el tiempo mostrado en las cartas era muy relativo. Me presentó escenarios, me asesoró, me alertó de situaciones venideras y me contaba cosas que según ella me iban a pasar. Cosas concretas. Muy concretas. Cosas sobre las que yo no hice ninguna pregunta cerrada. Y yo sonreía, no porque fuesen buenas, sino porque la experiencia estaba siendo divertida.
Hablamos del Grupo Hepta y de un caso sobre presencias que presentó ella en Cuarto Milenio en un edificio de viviendas que yo conocía. Me dijo que aquella zona era muy bonita y a mí me extrañó mucho, entre otras cosas porque es fea de cojones, así que pensé que había llevado tantos casos que se habría confundido, pero tampoco quise corregirla porque objetivamente esa zona en concreto no podía definirse como bonita por ningún ser humano que no venga de un mundo marginal. Me dio por pensar que hacía referencia al caso en sí, que para ella fue muy bonito y quise volver a entregarle la carta del buen gusto.
Tras esa pequeña charla, la cual podría considerarse un parón, me pidió que le hiciera otra pregunta y yo no tenía nada más que preguntar. Así que empezó a echar las cartas ella sola, las colocó en la mesa, levantó su cabeza y me dijo: “Tu madre es muy importante para ti”. Ya os podéis imaginar. Sonreí. Sonreí mucho. Una de esas sonrisas que echan viento por la nariz mientras cierras los ojos. Y le dije: “Claro, ¿para quién no?” Y desconecté por completo. Mi mente se fue a esa entrevista de Santiago Segura sobre Anne Germain. Y ella cortó la sesión. Como si se hubiese sentido incómoda. Se levantó. Me acompañó a la puerta. Me firmó un libro. Y me marché con la sensación de haber terminado la comida con un mal postre. Me monté en mi coche y me fui conduciendo a casa, intentando recopilar todo aquello que me había estado diciendo.
De esto hace ya demasiados años. Tantos como para poder valorar la experiencia con perspectiva. Tantos como para llegar a pensar que cuando por mi mente pasó que podría ser una estafadora, ella me escuchó, se ofendió y por eso mismo decidió cortar la sesión bruscamente. Y esto lo creo tan convencido porque ya ha pasado el suficiente tiempo como para reconocer que todo aquello que ella me adelantó se terminó cumpliendo a rajatabla. Literalmente. Detalle tras detalle.