10/5/18

La paja que llevó a un colega a la cárcel una década más tarde

De pequeño me críe un barrio lleno de personajes a cada cual mejor, pero hoy me he querido centrar en uno de tantos. Llamémosle Jesuli, no es su nombre real evidentemente, pero sí le llamaban a diario acompañado de una de esas terminaciones apelativas cariñosas. Jesuli era un chico del barrio que a mí me sacaba cuatro años y aunque nunca llegásemos a ser grandes amigos sí que tuvimos buena conexión. Estaba obsesionado con las pajas de la manera más enfermiza que jamás he llegado a conocer. Se la iba pelando delante de todos, incluso en mitad de un partido de fútbol. Siempre decía aquello de subir, subir vosotros que yo me quedo atrás que estoy cansado, y lo que hacía era buscarse el apaño para darse un buen refregón. Según decía era capaz de llegar al orgasmo en tan solo segundos. Una máquina.

Resulta que Jesuli a parte de tener en su pequeña cabeza el mundo de las pajas, merendaba casi a diario un cilindro de plástico lleno de bolitas de chocolate que vendían en un supermercado de esos alemanes que se llamaba Plus. Lo terminaron tirando abajo y ahora es un simple almacén donde no paran de entrar furgonetas conducidas por chinos. Jesuli iba casi a diario a ese supermercado, pero como su madre le daba el dinero muy tasado se acercaba luego a una gasolinera donde se podía comprar un brick de zumito de piña que como él decía a pesar de ser más pequeñito, de la Repsol me lo lleva refrigerado. Así pasaba él las tardes tranquilamente, siempre bien combinadas entre paja y paja.

Para los fines de semana lo tenía todo pensando. El viernes hacía buen acopio de aquellas chocolatinas para que no les faltaran durante el fin de semana ya que el domingo no podía ir a comprarlas. Y allí apareció él en plena noche veraniega de un extraño sábado con otro de sus botes de chocolatitos, pero ahora para cenar. Jesuli llegó a la reunión con una revista porno cochambrosa que dijo habérsela encontrado en la calle, a pesar de que la mayoría imaginásemos que era de su padre. La contraportada era un catálogo de penes de goma para comprar a contrarrembolso con dirección en Cáceres. Todo hay que decir que estos hechos acontecieron en un pequeño pueblo de Andalucía, en un triángulo remarcado entre una Repsol, un supermercado y un descampado que durante el verano alguno del barrio lo incendiaba con un par de petardos. Los jaramagos secos eran tan altos que solamente venían del ayuntamiento a podarlos cuando en el mismo cruce había un accidente de tráfico, imagino que para evitarse denuncias por baja visibilidad. El caso es que en esos momentos nadie le había prendido fuego todavía ni tampoco nadie del ayuntamiento se acercó a podarlo. La altura del secarral podía superar el metro y medio perfectamente en algunos lugares.

Jesuli tras dejarnos en el banco aquella revista porno se marchó con demasiada prisa según dijo él a la gasolinera, para comprarse otro zumito de piña bien fresquito. No recuerdo el año exactamente, pero sí sé que fue cuando todas las gasolineras empezaron su remodelación, comenzaron a implantar el autoservicio e instalaron las primeras cámaras de seguridad. Jesuli volvió a los pocos minutos con su bebida más contento que unas pascuas. Con las chocolatinas y el zumito de piña era el puto rey del bambo.

Así nos pegamos las horas riéndonos como lo hace cualquier grupo de adolescentes un sábado por la noche, de la manera más sana posible, tirando simplemente de nuestra imaginación. Como es evidente volvió a salir el tema central de las pajas, es lo que tiene la edad y comentado la habilidad que Jesuli decía poseer. Otro chaval algo mayor que él le dijo que se apostaba unas monedas si era capaz de correrse en menos de un minuto. Jesuli no dudó ni un segundo y a pesar de que él no tenía un pavo encima sabía que iba a ganar la apuesta. Para hacernos menos traumático ese momento se apostilló que tenía que manchar una pequeño muro que teníamos justo detrás y ahí que fue Jesuli. Se colocó como si fuese a tirar una falta, se sacó el nabo y en menos de treinta segundos manchó la pared. Se dio la vuelta y le cogió todas las monedas que tenía el otro en la mano, que tampoco eran muchas, pero le daban para otros cuantos zumitos. Así que dijo: “Acompañadme a la gasolinera y os invito a un zumito de piña”. Era ya una hora entradita en la madrugada y era normal que le diese respeto cruzar aquellas oscuras calles.

Éramos cuatro personas, Jesuli, su hermano, mi hermano y yo. A su hermano no le gustaba el zumito de piña, así que con el dinero de la apuesta le daba para tres, uno para él, otro para mi hermano y otro para mí. En ese momento llegamos a pensar que su capacidad para producir tantos orgasmos provenía de aquellos zumos mágicos.

Cruzamos la carretera y vimos luces en aquel descampado, era un revuelo desconocido. Dos coches de la Policía Nacional, una furgoneta de la Guardia Civil y varios hombres con ropa de calle que iluminaban con linternas el suelo mientras a algunos se les veía levemente recoger muestras del suelo. Jesuli sin previo aviso empezó a vomitar en mitad de la calle, perdió la fuerza en las piernas y se le quedó el rostro más pálido que jamás veré en los días de mi vida. Su hermano lo enganchó, le dio un par de fuertes meneos y le preguntó que qué cojones le estaba pasando.

Jesuli intentaba relatar que hace horas ya había ido a la gasolinera a comprar un zumito de piña, pero le resultaba imposible continuar con la historia. Llegado a ese punto volvía a regurgitar lo menos otras siete bolitas de chocolate. Pensamos que había robado algo de la Repsol y que por eso estaba tan nervioso, así que le propusimos ir a hablar con los policías. Jesuli nos dijo que no, que no había robado nada, que además conocía al cajero que era Luis el de Ana, una de esas indicaciones que se utilizan en los barrios cuando existen dos personas con el mismo nombre. Nos confesó que en la gasolinera no pasó absolutamente nada pero que al marcharse decidió tirar por el descampado para acortar distancia y que en una calva de aquel terreno se encontró un par de bragas y sujetadores tirados, entre un bolso y unas medias. Su poca cabeza no encontró mejor excusa para aliviarse que aquella, además la altura del secarral le proporcionaba el recogimiento necesario para machacársela, más aun para alguien que estaba acostumbrado a hacerlo en los segundos que dura un contraataque de fútbol. Total, que ni corto ni perezoso terminó soltando un lefarazo sobre aquellos ropajes solitarios.

En ese momento los cuatro vimos perfectamente como una mujer vestida de calle enganchaba lo que nos parecía una caja de zapatos la cual llevaba con mucho mimo al maletero de uno de los coches. Jesuli volvió a vomitar un río de chocolate con piña. Ya estaban recogiendo, no teníamos ni idea de las horas que llevaban en aquel descampado, y al marcharnos alguien del personal que estaba allí, que no teníamos ni puta idea de quien era puesto que iba vestido de calle nos vio, a lo que dijo:

- “¿Qué pasa chavales, todo bien? ¿Necesitáis ayuda?”

A lo que su hermano, nervioso como un cabrón le empezó a dar todo tipo de explicaciones innecesarias.

- “No pasa nada señor, vamos a la Repsol que mi hermano está vomitando y necesita un zumito de piña para calmarse porque se ha comido muchos chocolates”.

Jesuli seguía vomitando como un hijo de puta. Se le había cortado el cuerpo. La acidez del zumo le estaba destrozando el esófago, pero todavía le quedaba algo de fuerza para balbucear que le iban a encerrar en la cárcel. Decía: “Mi madre tenía razón, como el Aurelio ¡¡¡brauruffbgbgrhr!!!”.- y vomitaba. Aurelio fue un primo suyo yonki de Mallorca que se lo llevaron a Madrid cuando cumplió condena para rehabilitarlo y terminó tirándose del viaducto.

Yo me estaba partiendo la polla porque no me creía absolutamente nada de lo que estaba contando de lo poco que llegaba a entenderle porque como ya digo no paraba de vomitar. Era un caño lo que le salía por la boca. Tras recuperarlo un poco entramos en la gasolinera y allí vimos a Luis, el de Ana. Luis se empezó a reír al vernos demasiado, fue algo que me llamó muchísimo la atención. Compramos tres zumitos de piña bien fresquitos y nos marchamos acojonados tirando por el camino más lejano. En el descampado no quisimos ni mirar.

El tema quedó totalmente olvidado a los seis meses pasados, nunca nadie vino a preguntar por Jesuli, y ya nadie lo mencionaba ni tan siquiera como una anécdota graciosa. Todos seguimos nuestras vidas de mejor o peor manera. A los años Jesuli seguiría, digo yo, con sus pajas y con una desordenada vida que no le llevó a nada bueno tras el fallecimiento de su padre. Al poco de cumplir los veinte años fue detenido por apedrear todas las vidrieras de la sede de un partido político que ahora mismo no viene al caso. No se llevó nada, no tenía necesidad de mentir, aun así le metieron robo con fuerza, delito violento y primeros antecedentes. Yo no lo vi la verdad, por aquel entonces había comenzado el bachillerato y la verdad es que tenía en mi cabeza otras cosas. Mi hermano, el mismo que nos acompañó ese día a comprarse otro zumito de piña, el mismo que me contó esta parte de la historia, estaba de Vigilante de Seguridad de los juzgados del partido judicial que nos correspondía y terminó haciendo buenas relaciones con algunos de los Guardias Civiles encargados del transporte de presos. Él solamente hacía presencia en las entradas y salidas pero fue lo justo como para que se cruzara con la mirada de Jesuli. Mi hermano siempre me habló de ello como unos segundos desoladores. Él le reconoció abiertamente que había destrozado todo el escaparate de la sede de aquel partido político. Su padre fue militante y entre algunos de ellos decidieron contratar una especie de seguro de vida pensionado para sus hijos en caso de quedar huérfanos. Él se enteró a los años, pero ese dinero se esfumó nunca se supo cómo entre los mismos miembros que abonaron las cuotas. Mi hermano le deseó suerte en el juicio y jamás se volvieron a ver.

Aquí fue cuando uno de los Guardias le dijo a mi hermano que estaban a la espera de abrirle nuevas diligencias porque tras la grabación de los antecedentes le hicieron una prueba de ADN para guardarla en sus archivos, o como ellos lo hagan, pero que dicha prueba había resultado positiva y coincidente en un caso anterior de años atrás en relación a unas agresiones sexuales múltiples.

Mi teléfono sonó. Era mi hermano contándome todo esto. Yo no daba crédito alguno. Hacía años que ya no teníamos relación ni con Jesuli ni con su hermano, de hecho se escuchaba que se marchó a trabajar a Bélgica, éramos los únicos que teníamos conocimiento de todo aquello. La verdad es que no supimos cómo reaccionar porque entre otras cosas no teníamos acceso a Jesuli. La madre no se equivocó ni un momento cuando lo comparaba con el primo Aurelio. Camino llevaba. El tiempo había corrido tanto que ni ya existía aquel Plus y ahora el descampado era otro mismo almacén de chinos. Lo único que quedaba de aquellos años era la Repsol.

Por aquel entonces mi hermano se había comprado de segunda mano un Opel Corsa que estaba destrozado, pero le daba buen apaño. Siempre iba con una luz corta fundida. La verdad es que apenas lo sacaba por la noche y le daba exactamente lo mismo, pero una tarde salimos a comprar un cable de alimentación para el ordenador que el plástico aislante se había roto y ya daba miedo usarlo. Terminamos cenando algo en la calle y a la vuelta ya se nos hizo de noche. Al volvernos a montar en el coche se había fundido la única bombilla que quedaba viva, pero como estábamos cerca y tenía repuestos en el maletero, fuimos con las largas hasta el único lugar con luz artificial suficiente como para cambiarlas, la Repsol.

Ya era tarde, era entre semana, y no había nadie en la estación de servicio, salvo Luis que salió a preguntarnos al vernos entrar. Empezamos a recordar a los personajes del barrio, lo que ya había llovido y lo que se reía con todas las locuras de Jesuli. Aquí es cuando justo nos confesó lo bien que se lo pasó su primer día de trabajo, ya que resultó que como no le habían dado ningún curso de formación solamente le tuvieron para cobrar si no había mucha gente y para hacer el control de cámaras de seguridad cuando la estación estuviese llena, ya que el circuito cerrado todavía no estaba bien centralizado y las grabaciones se hacían en cintas VHS que él mismo debía cambiar manualmente cada cuatro horas. Y nos contó:

“Nunca olvidaré mi primer día de trabajo. Estaba controlando las grabaciones cuando pude ver por una de las cámaras a Jesuli haciéndose una paja en mitad del descampado justo al salir de que yo le cobrase. Vamos todavía tengo que tener el VHS por casa porque no pude evitarlo y me lo llevé para hacerle una copia”.

Con la nerviosera de haber escuchado esas palabras se me abrió la caja de recambios de bombillas y se me cayeron todas al suelo. No quedó ninguna viva. Yo no sabía que decir, porque no me creía nada. De hecho Luis ni se acordada ya de que esa misma noche entramos en la gasolinera después de eso a comprar los putos zumitos de piña. Su risa al vernos entrar todavía la tengo grabada. Mi hermano se lo contó todo, le dijo dónde estaba Jesuli y lo que le había contado en confianza aquel Guardia Civil. Le pidió que buscase por favor aquella cinta que sería lo único que aminoraría la pena de estar en ese agujero. Luis tampoco se lo creía, pero nuestro rictus serio le hizo comprender la gravedad de la situación.

A la semana siguiente cuando ya nos confirmaron que Jesuli estaba en prisión preventiva Luis se acercó a los juzgados con una cinta y mi hermano le presentó al Guardia Civil. Afortunadamente las cámaras eran de las antiguas que imprimían en el propio plano la fecha y la hora. Yo vi aquella cinta en un cuartito que mi hermano tenía con los compañeros para hacer las guardias. Se veía perfectamente a Jesuli cruzando aquel descampado mientras bebía aquel zumito de piña y al cruzar aquella calva de rastrojos, sin dudar ni un ápice, con la misma solvencia que un jurista de reconocido prestigio, se meneaba el rabo delante de aquellas prendas íntimas femeninas, para luego a los treinta segundos marcharse dando saltitos a lo Pipi Calzaslargas mientras disfrutaba de aquel fresquito zumo de piña.

La noche en que se lo dijimos a Luis nos hizo pasar a la tienda. Allí estuvimos un rato intentando convencerle de todo aquello. Nos regaló un par de bombillas para poder llegar a casa, nos dijo que no se las pagásemos que ya se las arreglaría él con la caja. Antes de salir de la gasolinera yo entré de nuevo a la tienda mientras mi hermano ya me esperaba en el coche.

-            “Toma uno anda”.
-            “¿Un qué?”
-            Un zumito de piña.

Y los dos brindamos por él delante de aquel almacén de chinos.

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