11/12/16

Una historia verídica

Hola a todos, me llamo Julio Alharbona. Soy español, de Murcia, concretamente de Ricote, un pueblo que poco tiene que ver con la costa y que cada vez que quería mojarme los pies en agua salada me tenía que comer unos buenos tramos de carretera. Me crié escuchando rock español. Todo aquello que sonase reivindicativo o llevase una estrella comunista me lo terminaba grabando en una cinta. Llevaba una buena melena y me pasaba las horas del recreo hablando con cuatro colegas sobre el porqué del capitalismo, la globalización, la OTAN, las bases militares de USA en España, la burguesía y todos esos arcaísmos que leía en cualquier libreto de Reincidentes, Boikot y demás. De hecho una vez llegamos a manifestarnos siete amigos a la salida del instituto con una pancarta que decía YANKIS GO HOME! Fue tremendo, nos preguntaban que si dábamos algo gratis. Quisimos cortar una calle atándonos a un semáforo con unas cuerdas que enganchó uno de mis amigos a su padre. Éste, tenía un terreno con una pequeña granja y en la planta de arriba utilizaba unas poleas para guardar la comida de los animales. Poleas que no pudo utilizar por la falta de la cuerda, la misma con la que fustigó a Juanchi cuando vio que la estaba utilizando para atarnos a un semáforo. La manifestación se cortó pronto, ni fuerzas del orden ni nada. Todos para casa y en silencio.

A pesar de aquella experiencia nadie nos logró tapar las convicciones. No había fuerza más poderosa que la de unos cuantos colegas pasándose lo último de Disidencia, MCD, Barricada o Kortatu. Todo iba de perlas hasta que a mis diecinueve años falleció mi tía Julia, la hermana mayor de mi padre. Ella se casó con un andaluz, concretamente con un gaditano. Él era militar. Coincidieron en la Base de San Javier, en Murcia y el padre de Julia, mi abuelo, era el transportista que llevaba todos los lunes los productos lácteos a la base. Un día cualquiera tuvo que echarle una mano su hija y al firmar el albarán allí estaba él, Servando, con tres tallas más de pantalón y un pellizco en el cinturón bastante ridículo, pero con un ingenio inhumano para solventar esas situaciones, lo que le hizo enamorarse de él. Una cosa llevó a la otra y se terminaron casando. 

El caso es que Servando trabajaba en la cocina, su oficio era el de carnicero, aunque pasaba más tiempo entre los huevos y la leche, ya que aunque habiendo conseguido su ansiado traslado a la carnicería lo denegó, porque quería seguir viendo todas las semanas a la hija del repartidor, a pesar de que ya se veían fuera del trabajo. Una tarde libre, Servando se dejó parte del pie flotando en el agua de las playas de Murcia. Tuvo un accidente con las hélices de un motor y perdió los dedos del pie izquierdo justos como para que le diesen una paga y lo inhabilitasen para las funciones militares. Agarró el petate, agarró a mi tía y se fueron a su pueblito gaditano, a Rota. Todo fue lo suficientemente rápido como para que mi abuelo no lo asimilase. A los nueve meses nació mi prima, María, guapa como ella sola, como dicen por esas tierras.

A lo que iba. El caso es que mi tía Julia falleció y ellos allí no sólo vivían de la paga de minusvalía de Servando. Julia era incapaz de estar un día sin hacer nada y nada más llegar a Rota la cabeza empezó a darle vueltas y vueltas para buscar la manera de sentirse digna con el mundo y con su propia familia. Montaron una pizzería, algo que por aquel entonces no se llevaba demasiado. Era una modernez, pero Servando, tras haberse pegado sus años entre bases militares coincidiendo con más de un italiano llegó a conocer el arte de esa odisea. La apuesta era arriesgada y se colocaron como no, por nostalgia y por estrategia comercial, cerca de la Base Naval de los Americanos. Ahora mi tía ya no está, mi prima está estudiando veterinaria fuera de la ciudad y mi tío Servando no puede llevar el negocio solo, así que el teléfono sonó y allí que me fui yo. Mi tío contrató a un negrito con mucha gracia que se plantó en la ciudad para hacer la pruebas para el Cádiz CF, pero se partió un tobillo subiéndose a la parte de atrás de un autobús para viajar gratis y se truncó su sueño de jugar en Europa. Así que allí estamos, Fali el negrito, que no viene de Rafael, mi tío Servando y yo.

El negocio es simple cuando le coges el truco. Haces la masa, ingredientes al gusto y horno de leña. Tocas campanita, gritas nombre y el cliente se levanta. De hecho otra pizzería se nos plantó demasiado cerca, nos quitó algo de clientela durante algunas semanas, pero volvieron los de siempre reconociendo que la mano de Servando es única. Lo bueno es que los negocios crecen y hay otras familias que pueden vivir en condiciones. Así llevo ya cinco años, dándoles de comer en su mayoría a militares españoles y americanos, entre otros países. Viéndoles entrar y salir después de servicios eternos, trabajando duro y cobrando bastante menos que yo, habiendo estudiado bastante más que yo. Ellos vienen, trabajan, salen de su jornada y me piden una buena pizza que yo les hago con cariño. No dan ninguna guerra -nunca mejor dicho- no molestan, no se marchan sin pagar. Los fines de semana nos quedábamos hasta tarde y comparto alguno de esos momentos sobre las dos de la madrugada con algún rezagado tomando cervezas, ya que como él mismo me dice, en mi casa no me espera nadie, mis hijos están a miles de kilómetros y a mí me quedan cuatro meses más aquí. 

Nuestros únicos problemas han sido los que existían desde el primer día que yo llegué a Rota. Nos han intentado atracar marroquíes, gitanos rumanos, algún que otro gaditano conocido de la zona, incluso un portugués que terminaron deteniéndolo en la frontera con Huelva, pero en su mayoría, si juntamos las pizzas sin pagar, los altercados, robar mobiliario, amedrentar a la clientela o incluso follar en los aseos del local, hablaríamos de inmigrantes ilegales. Pero no inmigrantes ilegales como Fali, que se deja el lomo haciendo masas y se lava las manos medio millón de veces al día, no. Sino inmigrantes ilegales que vienen por y para delinquir, conociendo perfectamente la legislación española. Formados en sus países de origen, en Senegal, El Salvador, Sierra Leona, Marruecos, Mauritania o Nigeria. Ellos mismos tienen una supuesta Asociación de Refugiados a cinco minutos de la pizzería. Hay que pasar por delante cuando vas a la plaza a por algo que te falta. Están en la puerta tranquilamente, vendiendo hachís, insultando a las mujeres que van camino a la playa, exigiendo dinero por aparcar coches, trapicheando lo que horas antes han podido robar y mirándote por encima del hombro. Como dicen, "Yo aquí refugiado. Yo aquí protegido".

Ahora me acuerdo de mis diecisiete años, mis pancartas, mis discos de Reincidentes, las letras a América Latina, la protección para el supuesto desamparado, el 0,7%, el capitalismo, el reparto de riquezas... ahora me acuerdo de las bases militares, de aquel YANKIS GO HOME!, de como observo todos los días a cientos de nobles señores que trabajan como animales y siempre tienen una sonrisa para pedirme una Coca-Cola. Americanos, españoles, franceses, italianos, porque ahora aquí hay de todo con las escuelas de formación. Y salgo del trabajo y cojo mi coche ya pagado, voy a mi casa a medio pagar, enciendo mi tele y me siento en mi sofá, me abro una maravilla de cerveza importada de USA que me regala siempre el Sargento O’Donnel y pienso: "Joder, los latigazos que se llevó Juanchi nos lo tendría que haber dado su padre a todos".
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