Una mitad de mí no se sorprendió del todo, para que nos
vamos a engañar. No era el sitio ni la compañía para una chica de trece años, al
menos eso pensé. Si me topé con ella era básicamente porque salimos a dar una
vuelta por el barrio en bicicleta con unas pelucas de payasos puestas que nos
encontramos en el trastero de un colega, algo que yo al menos sí que consideraba
normal para alguien que tenía y vivía su edad.
El lunes nos volveríamos a encontrar otra vez en clase y a
pesar de que se sentase muy cercana a mi pupitre ninguno de los dos iba a decir
aquello de que el otro día te vi, ni a ti haciendo el payaso con una bicicleta
y un cesto lleno de naranjas que vete tú a saber dónde iban a terminar, ni a ti
aparentando llegar a la veintena rodeada entre coches con lo mejorcito del FP de Mecánica.
A los pocos años nos perdimos de vista. El instituto dividió
la clase como a una tableta de chocolate. Ella siempre decía que lo mejor era
salir corriendo de ese colegio, a pesar de que le quedaba a cinco minutos
andando de casa y todo lo que allí se vivía eran ventajas. Con quince años, antes de largarte de ahí,
ya tienes la edad suficiente como para comprender el desagravio que pueden
suponerte cuarenta minutos de transporte público todas las mañanas para compartir edificio con quienes menos lo puedan a llegar a merecer.
El recorrido siempre es el mismo. Primero, normalmente el
tabaco se te queda corto y terminas dándole unas caladas a un porro. Ahí sin
saberlo ya has subido otro escaloncito. Luego continúas con más y más caladas,
hasta que la suma total de ellas hace tal acopio que terminas poniendo dinero.
Otro peldañito más. No vas a comprar nada, ni tan siquiera te desplazas. Va
alguien por ti, tú solamente aportas el dividendo correspondiente, hasta ese
aburrido día en el que por lo que sea te toca acompañar al chico que siempre
compraba por ambos. Otros centímetros más. Tú controlas, eso lo sabe todo el
mundo, pero sin más te terminas sorprendiendo a ti mismo, solo, sin ninguna compañía, tocándole
el telefonillo a un completo desconocido que te llama compadre.
Más tarde es cuando el mundo se te queda corto. Comienzas
a lidiar creyéndote más listo que el mismo diablo. Cambias de tercio pero el consumo es más caro
y aunque las amistades no terminaron el FP de Mecánica saben perfectamente cómo
hacerle el puente a un coche. Te pillan y te vuelven a pillar. Tus padres se han cansado de aguantarte miles de idas y venidas y no estás precisamente en ninguna lista divina para que un santo baje del cielo a rescatarte. No tienes un duro y eso no significa que salgas de ese mundo, lo que
implica es que empiezas a consumir sustancias más baratas. Veneno por el cual harías lo que fuese. Y eso hiciste.
Hace un par de noches fui al AutoKing, la verdad es que es impresionante como el McDonald’s se ha ido viniendo abajo. En uno de los giros,
entre un par de contenedores de basura, había una mujer con dos piernas largas
y delgaduchas dentro de unas finas mallas que te helaban el alma tan solo de
verlas. Llevaba una chaqueta vaquera y sus lóbulos desnudos lucían dos puntos negros que gritaban la venta de lo último que le quedó. Han pasado quince años y nos hemos vuelto a ver por primera vez. No sabéis lo que me sorprendió. Aquella chica que ni supo ni quiso saludarme cuando me vio cruzar con aquella peluca de payaso me reconoció. Tenía los mismos ojos que aquella noche mientras paseaba en
bicicleta con un cesto de naranjas y ella enganchaba lo que posiblemente fuese su primer cigarro. Hice mi pedido, aparqué y bajé del coche.
Le di una bolsa con un par de menús. Me dio las gracias y me contó que su novio no estaba en casa, que se había dejado las llaves dentro y mil bobadas más
sobre cómo excusarse delante de alguien al que no tiene que rendirle ninguna
explicación. Bebió de su Coca-Cola, dio un par de buenos bocados, y me empezó a hablar
de aquel colegio del que quería escapar. Y sonreía.