Al igual que Maradona, cuando el aire era tan denso que resultaba difícil arrojar algo de luz, empezamos marcando el primero. Eso sí, con la mano, como él. Bajo una legión de falsos inquisidores que no hicieron más que acusar de herejía sin tan siquiera prestar antes atención a su credo. Entre un pasto irrespirable de faltas de respeto, de insultos y violencia. Con todo ello, pero eso sí, uno a cero. El gol subió ante todo pronóstico, ante un aluvión de críticas, ante la etiqueta perpetua del bulo, ante la persecución más totalitaria que jamás pensó ningún ser humano vivir. Y aun así, uno a cero, repito.
Y la grada siguió a lo suyo. Tan a lo suyo que el partido les daba igual. Solo querían vernos perder, ganar no era lo prioritario, porque siempre se sintieron arropados dentro de ese rebaño tan mayoritario que te hace sentir vencedor aunque solo sea por cuestiones cuantitativas. Y como dijo aquel, con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, algunos aguantamos para siempre cada embestida, las mismas que buscaban destrozar la incorruptible baza de nuestro propio convencimiento. Así, sin previo aviso, un aquelarre de titiriteros nos señaló como desplazados, olvidados al abandonado impasible de un condenado sin patíbulo. Y aun así lo volvimos a hacer. Vinieron unos y otros. Y después otros. Y las embestidas buscaron hacer sangre. Pero tocamos suave, amagamos, tiramos la finta y los enredamos en el propio hilo de su desconocimiento. Así llegó el segundo. El resto ya es historia. Llegamos a la final contra todo pronóstico. Éramos menos. Éramos pocos. Realmente, no éramos nadie. Pero llegamos, aunque fuese tras ese silencio ensordecedor que deja un campo vacío un día después del partido.
Luego vino lo que algunos llamaron guerra, aunque a mí me gusta más llamarlo pausa publicitaria. Y entre todo ese revuelo ya nadie fue capaz de reconocer que días atrás había sido engañado. De hecho ya nadie fue capaz de reconocer nada de lo que había pasado días atrás. Ahora todo ya se sabía a la misma velocidad a la que todo eso nadie podía haberlo sabido jamás. Y volvió Mark Twain con aquello de que era más fácil engañar a la gente, que convencerles de que habían sido engañados.
Al menos espero que recuerdes que aquí nadie vino a insultarte. Aquí nadie quiso perseguirte. Aquí nadie buscó señalarte. Aquí, querido lector, siempre tendrás una cama y un plato caliente, por mucho que nos haya querido aislar, por mucho que nos hayas querido hacer la vida imposible. Por mucho, incluso, que nos hayas deseado hasta la muerte. Ya te lo dije hace un par de años, podremos estar en desacuerdo en muchas cosas, pero ambos siempre tendremos la misma pauta incompleta de vacunación, independientemente de las dosis que tú te hayas querido poner.
Tengo dos acreditaciones oficiales de dichas victorias, tanto la de semifinales como la de la gran final. La primera es de hace dos años, cuando todo era más oscuro. Tuve que ir al médico bajo el deseo de que me recetasen antibióticos para paliar los daños de una amigdalitis aguda con placas. En el informe médico que me entregaron, dentro de mi historial, se podía leer de un primer vistazo las dos únicas palabras que se encontraban en mayúsculas. No vacunado, ponía. Ayer volví a ese mismo hospital con otra infección típica en mí en estos momentos de cambios estacionales. Me recetaron lo que necesitaba y me entregaron el informe médico de mi visita. En mi historial médico, ahora, ya no ponía nada sobre la vacuna. Alguien lo borró, imagino que más por vergüenza que por ética profesional.
Así que, señores, una vez más, hemos ganado.